Fuente: The New York Times | 15.JUL.2013
Para permitir el acceso a la universidad a estudiantes sin
dinero para pagarla, una solución es sufragar todo el coste, o gran parte, con
dinero público para todos los alumnos. Pero eso es una subvención
indiscriminada, que beneficia también a quienes no la necesitan. Es indolora
para los estudiantes, que pueden esforzarse poco, prolongarse en las aulas y
gastar más de la cuenta. Trata por igual a las universidades buenas y a las
malas, y hace a todas mendigas de los presupuestos del Estado, con riesgo de
resultar infrafinanciadas, más aún en tiempos difíciles. Por eso, este sistema
se está abandonando (Gran Bretaña) o se está exigiendo a los alumnos que
aporten más (Alemania, España).
Otro procedimiento común es ofrecer créditos a los estudiantes,
que así saben cuánto cuesta la carrera y ponen más de su parte, lo cual es
justo porque generalmente ganarán más. Pero como ni la buena suerte ni los
tipos de interés están asegurados, muchos pueden acabar con una deuda
insoportable si hay crisis, como ha ocurrido en Estados Unidos. Por
eso, los préstamos tienen que ser públicos o subvencionados, y en consecuencia,
no salen tan baratos para el Estado, aparte de que implican fuertes gastos de
gestión.
En Oregón, los estudiantes podrán pagar la carrera con un
porcentaje fijo de sus ingresos futuros durante un tiempo fijo, de modo que
unos terminarán pagando más y otros, menos
“Cadena de favores”
En busca de nuevas fórmulas, Oregón ha dado con una. El pasado 1
de julio, el Parlamento estatal aprobó un sistema para pagar los estudios
universitarios que ha dado en llamar “Pay It Forward”, como el título original
de la película Cadena de favores. En ella, un chico pone
en práctica una idea para cambiar el mundo: hará tres favores a sendas
personas, y cada una iniciará una nueva serie de tres favores a otras tantas,
con la misma condición. Es decir, en vez de devolver (pay back) el favor, hay
que agradecerlo repitiéndolo con otros (pay
forward).
En Oregón pasará algo parecido: el estado te costeará la carrera
en una de sus universidades públicas, y cuando empieces a ganar dinero,
entregarás una parte para pagar los estudios a otros que estén cursándolos y
que después corresponderán de la misma manera. Así lo explica Barbara Dudley, profesora de la Universidad de Portland, una de las
personas que formuló la idea. Equivale a crear un fondo para financiar la universidad,
al que contribuirán los que hayan terminado la carrera.
No están definidos todos los detalles, pero en suma se trata de
que los beneficiarios paguen un porcentaje fijo de sus ingresos futuros durante
un tiempo fijo. En principio, se pedirá el 3% a los graduados en carreras de
cuatro años y el 1,5% a los que hagan carreras de dos años, en ambos casos
durante 20 años.
El sistema propuesto vincula el pago a las posibilidades
económicas de los graduados, pero rompe la relación entre lo que se paga y lo
que costó la carrera
Concluido el plazo, la obligación se extingue. Todos aportarán
su cuota, a no ser que no alcancen un mínimo de ingresos, y al final unos
habrán pagado más de lo que costó su carrera, y otros menos, según cómo les
haya ido.
La principal virtud de este sistema es que, a diferencia de los
créditos, el pago diferido es proporcional a los ingresos del graduado, no a la
deuda contraída ni a los tipos de interés. O sea, tiene en cuenta la situación
del deudor. Pero ¿es factible y justo? The New York Times organizó un debate entre
algunos expertos.
Una vieja idea de Friedman
Andrew Coulson, del think thank Cato Institute, recuerda que ya Milton
Friedman propuso una fórmula parecida; Yale la experimentó un tiempo, hasta que
se crearon los créditos universitarios federales, y una ONG llamada Lumni la ha
aplicado para ayudar a estudiantes de distintos países. El sistema se puede
llamar “contratos de capital humano”, y se asemeja a los que suscriben algunos
artistas para obtener dinero de inversores a cambio de sus derechos de autor futuros.
Un fundador de Lumni, Miguel Palacios, subraya que estos
contratos permiten atraer capital privado, pues los derechos sobre una parte de
los ingresos futuros de un graduado universitario son verdaderos títulos en los
que se puede invertir. Para que funcionen, señala Coulson, tienen que ser
rentables para los inversores y soportables para los estudiantes. Por una
parte, es necesario que, por término medio, los beneficiarios acaben pagando
más que el dinero recibido, para cubrir los costes del sistema y dar beneficios
atractivos para los capitalistas. Pero, por otra parte, hay que limitar el
exceso medio de devolución, o la fórmula resultará demasiado gravosa. Lo
primero requiere, a su vez, que los fondos estimen bien los ingresos futuros de
los graduados: si son privados, tendrán un incentivo económico para lograrlo,
pues de eso dependerá la rentabilidad. Lo segundo se puede conseguir si hay
competencia entre distintos fondos.
Hará falta que algunos paguen de más, para compensar que otros
pagarán de menos; la duda es si los que prevén que pagarán de más querrán
apuntarse
Pero el plan de Oregón es público y centralizado. Por tanto,
dice Coulson, carece de incentivos para cumplir las dos condiciones, y
difícilmente funcionará.
Menos atractivo para los estudiantes con mejores perspectivas
Richard Vedder, del Center for College Affordability and Productivity, cree que “Pay It Forward” es una buena idea, pero advierte contra dos limitaciones. Primera: como el sistema ha de mantenerse compensando el déficit de unos con el superávit de otros, hay un problema de “autoselección”. Los que prevean ganar más no querrán apuntarse, y el sistema tenderá a perder dinero. La manera de evitarlo sería ajustar la cuota y la duración del pago a las perspectivas de los estudiantes; pero eso resultaría impopular.
Richard Vedder, del Center for College Affordability and Productivity, cree que “Pay It Forward” es una buena idea, pero advierte contra dos limitaciones. Primera: como el sistema ha de mantenerse compensando el déficit de unos con el superávit de otros, hay un problema de “autoselección”. Los que prevean ganar más no querrán apuntarse, y el sistema tenderá a perder dinero. La manera de evitarlo sería ajustar la cuota y la duración del pago a las perspectivas de los estudiantes; pero eso resultaría impopular.
El segundo inconveniente, según Vedder, es la necesidad de
gastar mucho en los primeros años, hasta que los primeros beneficiarios
empiecen a tener ingresos. Por eso, Oregón empezará con un plan piloto para
unos pocos estudiantes. La financiación inicial se hará con bonos del estado,
explica la Prof. Dudley.
La experiencia australiana
En Australia se aplica desde 1989 un sistema similar. ¿Cómo va?
Lo cuenta un experto de ese país: Andrew Norton, del Grattan Institute.
El sistema australiano es también un pago diferido, y las cuotas
son proporcionales a los ingresos del graduado. Pero, a diferencia del aprobado
en Oregón, se aplican intereses a todos, y el tiempo de la obligación es
indefinido: la deuda solo se extingue cuando se ha devuelto toda (al cabo de
nueve años, por término medio) o con la muerte.
Según Norton, el sistema ha tenido éxito, en términos generales.
Ha permitido financiar los estudios a más alumnos conteniendo a la vez los
subsidios directos y a fondo perdido, con cargo a los impuestos. Sin embargo,
cuesta mucho dinero, principalmente por dos razones: el interés que se carga a
los graduados es bajo y una buena parte de los créditos resultan incobrables.
Primero, el interés es igual a la inflación, lo que supone una
subvención estatal, pues el tesoro público se financia a un interés más alto.
Como en todo momento hay una gran suma por cobrar (se estima que uno de cada 15
australianos debe el equivalente de unos 15.000 dólares USA), la menor subida
de los tipos de interés supone un gran aumento de la subvención.
Segundo, las generosas condiciones de pago hacen que alrededor
de un quinto de los créditos nunca terminen de pagarse. Uno no tiene que pagar
nada si gana menos de 45.000 dólares USA anuales; tampoco si está en el
extranjero, pues los plazos los recauda la agencia tributaria (y el 10% de los
graduados australianos salen del país al menos por un tiempo); pueden acceder
al crédito los jubilados que se matriculan en la universidad.
¿Servicio público? ¿Derecho?
Entre los de opinión contraria a “Pay It Forward”, William
Darity y Rhonda Sharpe, profesores de Estudios Afroamericanos, subrayan que el
sistema es en el fondo un crédito llamado de otra manera para los que acaben
pagando de más, con la diferencia de que los intereses a que estén sujetos son
más inciertos. De hecho, sin saber a cuánto ascenderá su cuota, el estudiante
no puede saber si le interesará más ese sistema o un crédito tradicional.
Una objeción más fundamental es la de Michelle Cooper (Institute
for Higher Education Policy). Aunque reconoce que el plan de Oregón es un
intento estimable de aliviar la deuda estudiantil, subraya que incita a las
universidades a favorecer los estudios que tienen mejores perspectivas
salariales, y sobre todo, niega la premisa de que la educación superior es un
bien público, al cargarlo a los “usuarios”.
Joe Mihalic ve lo mismo con una perspectiva distinta. El sistema
supone que quien gane más, pagará más; ¿es justo –se pregunta– penalizar a los
estudiantes de las carreras que reportan más dinero? “Pay It Forward”, al
establecer una proporción entre el pago diferido y las ganancias del graduado,
rompe otra más básica: la relación entre el coste de los estudios y lo que uno
ha de pagar. Nadie tiene un derecho fundamental a la enseñanza superior, dice,
y por tanto el interesado y la sociedad han de sufragar los estudios teniendo
en cuenta el rendimiento de la inversión. En fin, Mihalic cree que son mejores
los créditos, pero a un interés razonable, no como ahora. (El 1 de julio, en
Estados Unidos el interés de unos préstamos estudiantiles federales se dobló
del 3,4% al 6,8%, al suprimirse la subvención, aunque el Congreso quiere
restaurarla.).
De todas formas, dice Vedder, ni “Pay It Forward” ni ninguna
otra fórmula arregla el problema de fondo que tiene la financiación de los
estudios universitarios en Estados Unidos: son demasiado caros, y su precio
sube a un ritmo insostenible.
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