A favor de la libertad de los
padres para escoger el centro donde educar a sus hijos
Fuente: lne.es | 18.06.2013 | Laura Sampedro
Siempre
que oigo o leo la frase «por una enseñanza pública de calidad» pienso... «ah,
no puedo estar más de acuerdo. ¡Yo también la quiero!». Y si me acojo al
literal de la frase, casi me apetece coger la pancarta y la camiseta... sólo
que... renglón seguido me asalta la duda y me pregunto: ¿por qué la frase no
puede ser simplemente «por una enseñanza de calidad»? ¿Acaso pretenden los que
lo corean dar a entender que de toda la enseñanza, sólo la pública necesita
mejorar su calidad? La verdad, lo dudo. Entonces ¿es que sólo quieren que
exista la posibilidad de educación pública? Más bien, y ahí es donde creo que
empiezan a perder razón -y donde yo desisto de lo de la pancarta y la
camiseta-, porque con esa postura lo que deniegan es la libertad de elección a
quienes no piensen como ellos, y eso sí que no.
Por
principio, y con carácter general, yo abomino de las causas excluyentes, en las
que -todo hay que decirlo- últimamente veo muy posicionada a una parte muy
sectaria y rancia, apalancada en que nada cambie. Una parte que aboga no
por defender lo suyo, que sería lógico y lícito, sino que pretende que lo suyo
sea lo único válido, defendible y respetable. Y, para ello, por si acaso los
demás queremos otra cosa, lo que buscan es que no haya elección.
Y es
que no pocas veces he escuchado argumentos un tanto peregrinos acerca de que la
existencia de centros de enseñanza privados y, sobre todo, los concertados
«agreden» la pervivencia de la enseñanza pública, pero ni los comprendo, ni los
comparto. Los padres con hijos en edad escolar son ciudadanos que pagan sus
impuestos en la medida que les corresponde, como todos. Impuestos con los que
se financia, entre otras cosas, la enseñanza pública. De modo que, si parte de
esos padres, además de contribuir a esa enseñanza pública, deciden libremente
hacer un esfuerzo y pagar un extra para que sus hijos puedan ir a un colegio,
concertado o privado, porque les parece más idóneo por las razones que sean, no
sólo están en su derecho, como es obvio, sino que en nada perjudican a los que
con el mismo derecho y la correspondiente contribución al fondo común de sus
impuestos envían a sus hijos a la pública.
De
hecho, los datos nos dicen que el millón y medio largo de alumnos que van a
centros concertados en nuestro país y que cuestan unos 5.500 millones de euros
les costarían al Estado -si todos ellos fueran a la pública- unos 14.200
millones de euros, esto es, unos 8.000 millones más, que de este modo quedan
disponibles para su redistribución. Son cifras que dejan bien claro que un
sistema mixto es eficiente en términos económicos y, por supuesto, en los
educativos, tal y como demuestran los resultados de informes como PISA. Por lo
que sólo cabe pensar que quienes se sienten agredidos por su existencia no
tienen razón para ello, salvo en el temor que tengan -y volvemos al inicio del
razonamiento- a la libertad de elección del prójimo.
¿Quiero
decir con esto que soy una furibunda defensora de la concertada o de la privada
y una detractora de la pública? Para nada. En absoluto y al contrario. Creo
firmemente en la necesidad de que en nuestro país la enseñanza pública sea de
tal calidad que ningún alumno de ningún centro tenga la más mínima carencia.
Pero también creo firmemente en la no exclusión de ninguno de los modelos. En
la defensa de la diversidad. En la libre elección.
De
hecho, lo que me parece bastante triste y empobrecedor para la sociedad es que
algunos se dediquen día a día a tejer un discurso con el que buscan sin
descanso enfrentar las dos posibilidades «público» «privado» como si fueran
excluyentes una de la otra, aun cuando la realidad cotidiana demuestra que no
sólo son plenamente compatibles, sino que son cooperadoras eficaces de una
sinergia que permite a la sociedad avanzar en libertad, pero con seguridad, que
es justamente un binomio que yo considero positivo en todos los ámbitos.
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